El Infierno del Norte





23 de octubre. Amsterdam (Holanda) - Blois (Francia) 727 kms






A la hora en la que, por la calle, coinciden putas y barrenderos, abrí los ojos como platos, arranqué la moto y fui a empaparme de Amsterdam...
Yo podría hablarte de sus sugerentes canales, podría explicarte sus diabólicos edificios, podría contarte sus incontables bicicletas, podría describirte sus sonrisas, podría dibujarte sus colores, podría recomendarte sus cervezas, podría convencerte de su magia... podría, pero no puedo.
Amsterdam es, sin duda, uno de los lugares más extraordinarios que he visitado...









































Por un cambio de planes de última hora decidí volver a casa por San Sebastián, dejando pendiente para otra ocasión una sugerente invitación de solomillo de buey que había recibido desde Luxemburgo.
Y me fui hacia Bélgica primero, hacia Francia después. Me habían llegado noticias de una importante huelga de gasolineras en el país galo... ¡y sólo tengo que atravesarlo entero!
Empezó a llover.
Mucho.
Quería haber rodado por parte del recorrido de uno de los monumentos del ciclismo, la famosa París-Roubeaux, la carrera ciclista apodada como "el infierno del norte", no por la dureza de su recorrido, sino por la imagen que éste ofrecía después de la I Guerra Mundial, cuando corrienron entre tanques y cañones destrozados y abandonados.
Pero mi particular infierno del norte lo viví en forma de tormenta.




Así que me fui hacia la capital, con pocas ganas (ni tiempo) de turismo. Eso sí, visité el famoso Atomium que, por mucho que lo hubiera visto en cientos de fotografías, hay que reconocer que uno se queda boquiabierto... a pesar de la tromba de agua que seguía cayendo.
Qué cosa tan bonita, oye.








Y del resto de la jornada poco que comentar. El único problema con las gasolineras lo tuve en Bélgica. Estábamos todos tan asustados por lo que pudiera suceder en las Galias que estábamos terminando con el aprovisionamiento belga. Hacer cola con tanta lluvia no es plato de buen gusto así que, no me quedó otra, me puse morado a chocolate. Belga.
Y crucé mi penúltima frontera del viaje.
Y no quise entrar en París.
Y no dejó de llover, mucho, en todo el día.
Y dormí en Blois, con la sensación de estar ya muy cerquita de casa, repasando todo lo que había vivido estos días mucho más arriba, mucho más al norte, donde me pareció tocar el cielo y donde me pareció estar en el infierno.
Y me dormí.
Con la sonrisa de los viajes, claro.

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